El cerebro está atento
a cada una de nuestras
emociones
05/02/11 - 21:11
Al calor de las pasiones. La memoria y la toma de decisiones,
sometidas a sus influencias.
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Se dice comúnmente que llorar de tristeza o de alegría, que tener esperanza o piedad, que nos irrite una injusticia y que luchemos para vencerla, nos hace más humanos. En realidad, una expresión más precisa debería evitar el aumentativo y decir que las emociones son las que nos hacen, sin más, seres humanos. Y no sólo las emociones positivas, sino también aquellas que nos convierten ocasionalmente en personas impiadosas o pesimistas.
La emoción es un proceso influido por nuestro pasado evolutivo y personal que desata un conjunto de cambios fisiológicos y comportamentales claves para nuestra supervivencia. Tanto, que influye en procesos cognitivos trascendentes como la memoria y la toma de decisiones. Este comportamiento emocional involucra al comportamiento en sí, y también cambios corporales internos (viscerales y sistema nervioso autonómo), el tono de la voz y los gestos.
Fue Darwin en 1872 en La expresión de las emociones en humanos y animales quien postuló que existen emociones “básicas” (como la tristeza, la alegría, la ira, la sorpresa, el disgusto o el miedo) en los animales que son homólogas a las humanas y están presentes en las diferentes especies y culturas. Mucho más acá en el tiempo, el psicólogo norteamericano Paul Ekman mostró que estas emociones básicas están asociadas con expresiones faciales distintivas y que estas señales son comunes en las diferentes culturas del mundo. También postuló que cada emoción básica debería estar asociada a un circuito cerebral particular.
Dos emociones que han recibido atención son el miedo y el disgusto. La tecnología de imágenes cerebrales y el trabajo con pacientes que han sufrido lesiones cerebrales han mostrado que una estructura cerebral llamada “amígdala” juega un rol significativo en el miedo y en la memoria de eventos emocionales. También existe evidencia de que una región cerebral conocida como la “ínsula” subyace al reconocimiento de señales humanas de disgusto.
En un trabajo que publicamos en la revista especializada Nature Neuroscience hace unos años estudiamos con Andy Calder de la Universidad de Cambridge en Inglaterra un paciente, NK, que tenía una lesión en la región insular y mostraba una alta imposibilidad selectiva para el reconocimiento del disgusto. Sobre las bases de estos y otros hallazgos se cree que el cerebro humano contiene sistemas neurales parcialmente separados pero interconectados que codifican emociones específicas. Además del miedo y del disgusto, hay evidencia de que otras emociones como la ira tendrían un circuito neural distintivo. La idea de que estos sistemas están interconectados y se comunican unos con otros es esencial, porque muchas de las situaciones emotivas con las que tropezamos en la vida diaria contienen una combinación de emociones.
También existen las emociones complejas (culpa, orgullo, vergüenza) que emergen entre los 18 y 24 meses de vida y su expresión varía según cultura y contexto. Las pasiones, como llamaban a las emociones los griegos, son las que nos relacionan con nuestra evolución como especie y, a la vez, nos hacen únicos en el reino animal. Parece, entonces, una ironía cuando aún se dice con suficiencia que llorar no es cosa de hombres.
La emoción es un proceso influido por nuestro pasado evolutivo y personal que desata un conjunto de cambios fisiológicos y comportamentales claves para nuestra supervivencia. Tanto, que influye en procesos cognitivos trascendentes como la memoria y la toma de decisiones. Este comportamiento emocional involucra al comportamiento en sí, y también cambios corporales internos (viscerales y sistema nervioso autonómo), el tono de la voz y los gestos.
Fue Darwin en 1872 en La expresión de las emociones en humanos y animales quien postuló que existen emociones “básicas” (como la tristeza, la alegría, la ira, la sorpresa, el disgusto o el miedo) en los animales que son homólogas a las humanas y están presentes en las diferentes especies y culturas. Mucho más acá en el tiempo, el psicólogo norteamericano Paul Ekman mostró que estas emociones básicas están asociadas con expresiones faciales distintivas y que estas señales son comunes en las diferentes culturas del mundo. También postuló que cada emoción básica debería estar asociada a un circuito cerebral particular.
Dos emociones que han recibido atención son el miedo y el disgusto. La tecnología de imágenes cerebrales y el trabajo con pacientes que han sufrido lesiones cerebrales han mostrado que una estructura cerebral llamada “amígdala” juega un rol significativo en el miedo y en la memoria de eventos emocionales. También existe evidencia de que una región cerebral conocida como la “ínsula” subyace al reconocimiento de señales humanas de disgusto.
En un trabajo que publicamos en la revista especializada Nature Neuroscience hace unos años estudiamos con Andy Calder de la Universidad de Cambridge en Inglaterra un paciente, NK, que tenía una lesión en la región insular y mostraba una alta imposibilidad selectiva para el reconocimiento del disgusto. Sobre las bases de estos y otros hallazgos se cree que el cerebro humano contiene sistemas neurales parcialmente separados pero interconectados que codifican emociones específicas. Además del miedo y del disgusto, hay evidencia de que otras emociones como la ira tendrían un circuito neural distintivo. La idea de que estos sistemas están interconectados y se comunican unos con otros es esencial, porque muchas de las situaciones emotivas con las que tropezamos en la vida diaria contienen una combinación de emociones.
También existen las emociones complejas (culpa, orgullo, vergüenza) que emergen entre los 18 y 24 meses de vida y su expresión varía según cultura y contexto. Las pasiones, como llamaban a las emociones los griegos, son las que nos relacionan con nuestra evolución como especie y, a la vez, nos hacen únicos en el reino animal. Parece, entonces, una ironía cuando aún se dice con suficiencia que llorar no es cosa de hombres.
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