Palabras que atesoro:

“Mi tío siempre me decía: Debes seguir el ejemplo del lobo. Aún cuando tomado por sorpresa, corre para salvar su vida, hará una pausa para mirarte una vez más antes de emprender su retirada final. Por eso, siempre debes echar una segunda mirada al todo lo que ves.”
Ohiyesa, Santee Siux

Indios Americanos, Sabiduría Esencial. AAVV,Troquel 1995.

BIENVENIDOS AL BLOG!! Espero sea este un espacio de intercambio para enriquecernos todos.


jueves, 16 de febrero de 2017

Ciencias Sociales

NUEVA HISTORIA DEL CRUCE DE LOS ANDES

Pablo Camogli, con Luciano Privitellio


Fragmento
INTRODUCCIÓN

San Martín y sus contextos

El historiador francés Marc Bloch sostenía que, en muchos casos, se podía comprender mejor la Edad Media viendo a los campesinos arar la tierra que leyendo manuscritos conservados de los antiguos monasterios. Algo similar sucede con algunos hitos de nuestra historia nacional.
En enero de 2006 me adentré en la inmensidad de la cordillera de los Andes, a bordo de un Ford Sierra. Era un modelo antiguo para entonces (1984), pero con un motor de 1.600 cm3 de cilindrada y una potencia equivalente al tiro de 75 caballos. Un auto viejo, pero confiable, y de casi 1.100 kg de peso. A medida que avanzábamos en el macizo andino, el cielo se fue poniendo plomizo, cada vez más oscuro. Al llegar a Punta de Vacas, nos sorprendió un fuerte viento que cruzaba a toda velocidad por el cañón del río Mendoza, pese a lo cual seguimos adelante con la ilusión de llegar hasta el mirador del Aconcagua. A la altura de los Penitentes, al viento se le agregó una lluvia pertinaz, que puso en peligro mi endeble limpiaparabrisas. El auto comenzó a sacudirse por el viento de frente y la visibilidad se redujo al mínimo. Al llegar al centro de esquí de Penitentes, debí parar, dar la vuelta y emprender el regreso; la cordillera me había vencido.
Si en pleno siglo XXI, a bordo de un vehículo motorizado y transitando sobre una ruta asfaltada y en buenas condiciones, debí cancelar mi avance, ¿cómo es posible que el Ejército de los Andes cruzara por el mismo camino casi 200 años antes, sin condiciones de infraestructura favorables? ¿Acaso esos hombres no sufrieron las ráfagas de viento, capaces de hacer “bailar” a un auto que pesa más de una tonelada, o la lluvia que hiela hasta los huesos? Estas preguntas son algunas de las que motivan el presente libro.

LA GESTA QUE SE HIZO HAGIOGRAFÍA

La historiografía es recurrente a la hora de estudiar, analizar y escribir sobre ciertos temas. Así ocurre con José de San Martín, cuya vida pública ha motivado un inabarcable cúmulo de investigaciones, no sólo en nuestro país, sino también en otras latitudes.1 Pese a esta aparente saturación temática, la gran mayoría de los trabajos suele carecer de innovaciones metodológicas y, por lo general, repite una interpretación más cercana a la hagiografía o al panegírico que a la reconstrucción biográfica del personaje, sus acciones y su vinculación con el contexto histórico en que le tocó desempeñarse.
Ya Bartolomé Mitre, en su genesíaca obra sobre el prócer, procuró enlazar la trayectoria de San Martín con una divinidad, al definirlo como un “Hermes Trigemisto”, en alusión al dios alquimista que manipula los elementos del cosmos para dar forma a sus proyectos.2 En esta corriente encontramos la obra de Ricardo Rojas, El santo de la espada (1933), cuyo título es un reconocimiento de su carácter hagiográfico. En ella se pretende consolidar la figura de San Martín como una divinidad civil de los argentinos.
Es claro que las elites liberales hicieron un uso político de la imagen y la obra sanmartiniana. Como enfatiza Beatriz Bragoni en la más reciente biografía publicada sobre el Libertador (2010), existió entre las elites dirigentes una convicción sobre “la potencialidad de los relatos históricos y de los usos políticos del pasado en la creación de lazos, identidades y sensibilidades colectivas”. En este marco de surgimiento de la Nación, emerge la figura de San Martín como el arquetipo de “Padre de la Patria” capaz de sustentar, a partir de la imagen que de él construyen los primeros historiadores, una serie de valores y conductas que se creían —o se pretendían— propios del ser nacional argentino.
El perfil inmaculado con que se dotó al “Padre de la Patria” sirvió para agigantar la descripción de un San Martín homérico; héroe civil de los argentinos, que todo lo puede y todo lo hace. Ciudades, plazas, barrios, calles, clubes y un sinfín de instituciones públicas y privadas llevan su nombre en claro homenaje a quien hizo, como Hermes, de la nada el todo.
Ese “todo” es el cruce de los Andes, interpretado desde la hagiografía como la más perfecta obra de planeamiento y organización jamás realizada en nuestro país. San Martín —él, individualmente— fue el creador de esa perfecta máquina de guerra que, al decir de Mitre, “americanizó la revolución argentina” y liberó, bajo nuestro pabellón nacional, a dos países hermanos. La omnipresencia del Libertador en el proceso de conformación del Ejército de los Andes y la originalidad del plan continental de emancipación de América se repiten como elementos discursivos en la gran mayoría de las obras dedicadas al prócer.
Lo llamativo es que, más allá de reconocer la conformación del Ejército de los Andes y el cruce de la cordillera como la “magna obra” de San Martín, son escasos los libros dedicados exclusivamente a este hecho. Del repaso de la bibliografía sanmartiniana se desprende la carencia de una obra de conjunto capaz de dar cuenta tanto del período de formación del ejército (1814-1817) como del cruce en sí mismo. Los trabajos más específicos datan del siglo XIX3 y de la década de 1930, cuando bajo el paradigma militarista de la “guerra total” se publicaron otros trabajos de importancia.4 Finalmente, en 2005, Adonay Menniti y Wilko Simon publicaron su San Martín, libertador de Argentina, Chile y Perú, cuyo tomo primero está dedicado, casi por entero, al análisis estratégico y logístico del cruce. Si bien se trata de una obra sumamente interesante, y de la cual se desprenden varios de los análisis que se intentan profundizar en el presente libro, no contó con una adecuada difusión y pasó poco menos que desapercibida.
En contraposición a esta carencia de una mirada de conjunto, nos encontramos con un sinfín de obras dedicadas a temas subsidiarios del proceso histórico. Desde las biografías de los principales protagonistas (Juan Las Heras, fray Luis Beltrán, Tomás Guido y, obviamente, numerosas sobre Bernardo O’Higgins, entre otras) hasta el análisis de aspectos secundarios del desarrollo general, como la cuestión de la economía en tiempos de San Martín, su estrategia de guerra de zapa o los diversos aportes efectuados por las provincias argentinas a la gesta. También se destacan las obras de tinte militar, centradas en la movilización del ejército a través de la cordillera y su posterior desempeño en la batalla de Chacabuco.

PLAN DE OBRA

Una segunda dimensión de este análisis de situación sería preguntarse: ¿cómo reescribir aquella historia y no repetir los métodos y las conclusiones ya conocidas? En definitiva, ¿cómo plantear algo original ante una temática en la cual no parece haber espacios para la innovación? Parafraseando a nuestro protagonista, la búsqueda de una interpretación novedosa será como “los inmensos montes” que deberemos atravesar en nuestro camino hacia la reconstrucción del pasado.
Para ello, partimos de una hipótesis básica que implica la superación de la postura anclada en la exclusiva figura de San Martín como el “alquimista” que realizó la obra libertaria. Ello no significa obviar la importancia del Libertador como ideólogo y conductor; simplemente se trata de identificar su papel dentro de un contexto específico y de entender, a partir de la descripción detallada de todo el proceso, que “su” obra habría sido irrealizable sin el concurso de miles de personas. Ya sea por voluntad propia o por imposición estatal, entre 1814 y 1817 se produjo una masiva movilización de hombres y recursos para atender las demandas del ejército en gestación. En la medida en que se logre dimensionar esta movilización, será factible ubicar en su justa medida la tarea de San Martín.
En este sentido, el libro podría subdividirse en tres partes. En la primera, se describe la faz política y social de la campaña (capítulos uno y dos). Aquí no damos por supuesto que el pueblo abrazó sin resistencias ni contradicciones la política de exacciones y estricto control social implementada por San Martín; más bien, buscamos establecer cómo fueron las relaciones entre la autoridad y la sociedad en su conjunto y cuáles los mecanismos de adhesión o rechazo puestos en práctica por cada uno.
La segunda parte describe los pormenores de la conformación del ejército (capítulos tres, cuatro y cinco). ¿Quién aportó los hombres para la lucha? ¿Cómo hizo Mendoza para albergar y alimentar a miles de personas? ¿De dónde surgieron las armas, la pólvora, las balas para el ejército? ¿Quién y cómo las hizo? ¿Cómo y dónde se adiestraron los soldados? ¿De qué manera se realizó el diseño del plan estratégico? ¿Qué detalles climáticos, ambientales, culturales y médicos se debieron tener en cuenta para su elaboración? En suma, se trata de presentar la complejidad y diversidad de elementos que fueron indispensables para la materialización del ejército.
Un último segmento está dedicado al cruce en sí mismo y culmina en la batalla de Chacabuco, en definitiva, el objetivo del cruce (capítulos seis y siete). La intención es mostrar las dificultades que se encontraron en la marcha y cómo se buscó solucionarlas. Desde las cuestiones logísticas básicas, como el alimento, la vestimenta o el traslado de las municiones, hasta una realidad no siempre recordada: el cruce se hizo peleando contra las avanzadas realistas.

EL CRUCE COMO NECESIDAD REVOLUCIONARIA

La operación militar del cruce de los Andes respondió a una necesidad de la revolución americana: asestar un golpe definitivo al poder español en el cono sur. En este sentido, hay una lógica en la conformación del ejército sanmartiniano como resultado de una evolución política de la lucha emancipadora, por un lado, y como contrapropuesta frente a los reiterados fracasos militares en el escenario del Alto Perú, por el otro.
El punto de partida, por ende, debería ser la propia revolución, entendida esta como un fenómeno de quiebre entre dos órdenes que se suponen diametralmente opuestos pero que, en el tiempo y en la evolución de los hechos, muestran ciertas continuidades. En una obra anterior, Batallas entre hermanos, analizo que estas “continuidades”, como expresión de la falta de transformación real de la revolución, explican, en parte, la larga saga de guerras civiles que siguió a las independencias americanas.5
La escuela liberal ha definido a la Revolución de 1810 como la consecuencia inevitable de la crisis monárquica española. La adopción por parte de las elites ilustradas de la novedosa cosmovisión moderna y liberal estaría por detrás de los movimientos revolucionarios, actuando esas elites como vanguardia iluminada que conduce y dirige el proceso emancipador. Esta interpretación procura rastrear las causas profundas de la revolución en el surgimiento de los “espacios de sociabilidad”, el origen de la “opinión pública” y en la construcción de lealtades e identidades a partir de “redes de relaciones personales”.6
Esta mirada, tan consolidada en la actualidad historiográfica argentina, tiene sus falencias interpretativas. La principal es que pretende describir el período empezando por el final, esto es, la adopción de la ideología liberal como objetivo primario de la revolución. Al momento del estallido revolucionario (1808-1810), sólo una minoría ilustrada tenía como objetivo la adopción del liberalismo, por lo que carece de sentido afirmar que ese pudo haber sido “el” objetivo de los movimientos revolucionarios. Sobre todo en el ámbito rioplatense, donde la revolución tuvo cierta masividad, es claro que no fue la modernidad el desencadenante del proceso de cambio, sino que existían condiciones estructurales que prenunciaban la revolución.
Durante las décadas finales del siglo XVIII y los primeros años del XIX, asistimos a un proceso de acumulación de fuerza y conciencia política que fue, en última instancia, el que permitió aprovechar la coyuntura favorable de la caída imperial a manos de Francia en 1808. Dicho proceso de acumulación, lo iniciaron los sectores marginados de la sociedad colonial mucho antes, incluso, del triunfo de la ideología liberal burguesa en la Revolución Francesa de 1789. La serie de revueltas indígenas que se produjeron en la segunda mitad del XVIII, que abiertamente cuestionaron el poder real y amenazaron con suplantarlo por el principio básico del autogobierno y la autodeterminación, fueron antecedentes fundamentales para comprender las acciones revolucionarias del siglo XIX. Tanto las guerras guaraníticas entre 1754 y 1756,7 como la conmovedora revuelta liderada por Túpac Amaru en 1779-1780, evidencian que para los indígenas la revolución había comenzado mucho antes de 1810.
De modo similar jugó la invasión inglesa al Río de la Plata en 1806-1807, ya que favoreció un proceso de acumulación análogo entre los sectores populares de Buenos Aires. Merced a su incorporación como milicias, fueron los protagonistas militares de la Reconquista y la Defensa de la ciudad, paso previo para su transformación en actores políticos fundamentales en los años previos a 1810.8
En definitiva, no sólo la elite ilustrada tenía motivos para propender a la revolución. Eran diversos los sectores de la sociedad colonial que pugnaban por modificar el orden vigente, pese a que, en términos ideológicos, carecieran de un discurso homogéneo. Las inmediatas tensiones internas surgidas en el seno de la Primera Junta y entre las diversas regiones del antiguo virreinato no hicieron más que ratificar el carácter de “alianza táctica” que tuvieron los hechos del 25 de mayo, cuando distintos grupos sociales (elite ilustrada, criollos en general, sectores populares y, en una escala virreinal, pueblos originarios y esclavos) se unieron en procura de alcanzar un “objetivo estratégico”: el fin del absolutismo monárquico. A medida que la revolución comenzó a obtener ciertos logros, esa alianza se transformó en discordia y se expresó en guerra civil.
A esto se sumó el estancamiento de las operaciones militares en el frente altoperuano, donde las dificultades logísticas hacían impracticable el avance hacia Lima. Las constantes derrotas de los ejércitos de la patria y la inestabilidad política de la región fueron minando la voluntad del poder central por sostener la contienda en aquel frente.
En este esquema, el cruce de los Andes resultaba prioritario como forma de resolver el objetivo estratégico, alejando la posibilidad de un contragolpe desde el centro contrarrevolucionario de Lima. En cierta forma, la operación militar de liberación de Chile cerró, para la elite dirigente de Buenos Aires, el ciclo revolucionario de la guerra por la independencia. A partir de allí, dejaron de fluir los capitales de la Aduana porteña para solventar los gastos de la guerra y se buscó sofrenar el impulso revolucionario de aquellos que, sin manejar el ideario liberal, ansiaban profundizar el proceso de cambio desatado en América.

EL CONTEXTO DEL JOVEN SAN MARTÍN

Con José de San Martín se da la extraña paradoja de que si bien es nuestro principal prócer, es realmente poco lo que el público conoce de él. Más allá del cruce de los Andes, de su papel como “Libertador” de Chile y Perú, y de una serie de “verdades” instaladas sobre su persona y su accionar, es escaso el conocimiento que tenemos sobre la totalidad de su vida. Temas como el de su experiencia en España al servicio de los ejércitos del rey entre 1789 y 1811 o el de su ostracismo en Europa luego de su regreso del Perú han generado poco interés entre los historiadores. Del mismo modo, su pensamiento político ha sido escasamente estudiado, lo que no hace más que favorecer la continuidad de ciertos mitos, como el que afirma que San Martín nunca se inmiscuyó en la política interna del país, algo que carece de sentido.
Cuando la George Canning arribó al puerto de Buenos Aires en marzo de 1812, pocos podían imaginar que entre los oficiales que llegaban para prestar sus servicios a favor de la revolución se encontraba el futuro Libertador de América. Quizás algún miembro del gobierno pudo sospechar, luego de revisar la foja de servicios de San Martín, que este sería un elemento sumamente útil para una revolución que carecía de conductores militares de importancia. Por cierto, la historiografía argentina poco se ha interesado por estos antecedentes, pese a que constituyen elementos de análisis contundentes para entender sus acciones posteriores.
Al momento de su llegada al Río de la Plata, San Martín había servido durante 21 años en el ejército real y participado de 5 campañas y 17 batallas en mar y tierra. Tenía una vasta experiencia en todo tipo de combates, desde la defensa en sitio hasta el abordaje naval, y conocía a la perfección los componentes tácticos y estratégicos de la infantería y la caballería, arma esta en la que sobresalió particularmente. Asimismo, se destacó, en los años finales de su servicio en España, como instructor de tropas y de guerrillas populares durante la guerra de independencia contra Francia.
Por lo tanto, el primer contexto de San Martín fue su desempeño militar bajo bandera española, proceso que aquí describiremos someramente.9 El 21 de julio de 1789 fue incorporado al regimiento de infantería de Murcia luego de un pedido expreso del propio interesado; tenía apenas once años y cinco meses de edad. Su primer destino fue el norte de África, donde actuó en la defensa de las posesiones coloniales españolas en aquel continente (Ceuta, Melilla y Orán), que eran constantemente asediadas por argelinos, sarracenos y turcos. El 25 de julio de 1791, durante el sitio de Orán, el joven San Martín tuvo su bautismo de fuego en la compañía de granaderos de su regimiento, con una notoria particularidad: dicha compañía, que ocupaba una posición táctica de sumo riesgo en los combates, sólo la podían integrar los cadetes por un expreso pedido de ellos, por lo que todo indica que fue el “niño” San Martín quien solicitó ese puesto.
El conflicto sostenido por la monarquía española y la República francesa entre 1793 y 1795 le permitió familiarizarse con las acciones, los movimientos y la logística de las operaciones de montaña, ya que su regimiento fue apostado para actuar en la región de los Pirineos. En esta época, y merced a su valentía y decisión para figurar en las posiciones de mayor riesgo, obtuvo tres ascensos, para alcanzar el grado de segundo teniente en 1795.10
Luego se incorporaría, otra vez como voluntario, a la dotación de la fragata Santa Dorotea para tomar parte de la guerra naval contra Gran Bretaña. También participaría de la guerra “de las naranjas” contra Portugal, a comienzos del siglo XIX.
Desde la perspectiva de este libro, resulta importante remarcar la labor de San Martín como instructor. Según Pasquali, en 1804 desempeñó esa función en el nuevo batallón de Voluntarios de Campo Mayor, un cuerpo con pretensiones de elite guerrera. Seis años más tarde, y ya al servicio del ejército de Cataluña, se ocupó de la remonta e instrucción, no sólo de las tropas de línea sino también de las numerosas guerrillas populares que surgieron en España para combatir al invasor francés.
La lucha contra Napoleón motivó su paso definitivo al arma de caballería. Ello ocurrió luego del triunfo obtenido por el destacamento de vanguardia liderado por San Martín en Arjonilla (23 de junio de 1808), lo que le valió el ascenso a capitán de caballería y su traslado al Regimiento de Borbón. Menos de un mes después, estaría combatiendo en la batalla de Bailén, en la que unos 25.000 soldados españoles derrotarían a los 20.000 franceses.

EXPLICAR UNA PARTIDA

La decisión de San Martín de abandonar España para incorporarse a la lucha revolucionaria en América es un motivo más de contradicciones, polémicas y discusiones historiográficas. La diversidad de interpretaciones que se han planteado al respecto resulta asombrosa.11 Desde que regresó por un “llamado de las fuerzas telúricas” hasta que lo hizo como agente inglés encubierto, las teorías sobre el tema se han sucedido a lo largo del tiempo.
Los propios contemporáneos dudaron de la lealtad de este personaje que, a simple vista, era un español hecho y derecho. Muchos años después, en carta personal a Ramón Castilla, San Martín reconoció que a su llegada fue recibido por dos de los triunviros con una “desconfianza muy marcada”. En el mismo sentido, Pasquali revela una carta contemporánea a los hechos, en la cual se informaba que en la George Canning “estaba también un coronel San Martín, que era ayudante y principal colaborador del finado marqués de Solano, gobernador de Cádiz y de quien (por su anterior conducta) no tengo la menor duda está al servicio pago de Francia y es un enemigo de los intereses británicos”.
Frente a esta maraña de interpretaciones, la única conclusión posible es que San Martín no fue ni lo uno (agente inglés) ni lo otro (agente francés), sino que su decisión se debió a profundas convicciones ideológicas que respondían a un análisis de coyuntura, similar, por cierto, al efectuado por otros actores en la época.
Hombre del credo liberal revolucionario, habría interpretado que la lucha en España se encaminaba hacia una derrota y que resultaba improbable que los franceses hicieran en la península una revolución como en Francia, ya que las condiciones no eran similares debido a que los propios españoles aborrecieron la ocupación francesa desde un comienzo. Asimismo, es posible que desconfiara de las reales intenciones transformadoras de los sectores burocráticos y aristocráticos que pugnaban por el regreso del “Deseado” Fernando VII al trono español. Frente a esta situación, San Martín comprendió que el camino de la revolución sólo sería posible en América, donde las condiciones generales abrían mayores esperanzas de cambio.
Que detrás de la decisión de San Martín no había una cuestión de nacionalismos, sino de ideologías, lo demuestra la presencia mas ...

No hay comentarios:

Publicar un comentario